Origen y transformaciones de los tejidos en el archipiélago de Chiloé y su área de influencia
La elaboración de tejidos en Chiloé se remonta a la actividad del pueblo mapuche durante la época prehispánica. En su territorio, se desarrollaron dos herramientas para la fabricación textil: el huitral en las provincias de Malleco, Cautín y Valdivia, y el quelgo en Chiloé, un telar que se dispone de forma horizontal a poca altura del suelo (Ramírez 1981; Rupailaf 2006).
Tradicionalmente, los tejidos eran confeccionados con lana de guanaco (lama guanicoe), denominado localmente weke o chiliweke, el cual se extinguió con la llegada de los conquistadores (Museo Regional de Ancud 2006). A partir de entonces, la materia prima se obtiene de las ovejas, entre las que cabe destacar una raza ovina chilota con marcadas características propias.
Las crónicas de los siglos XVI y XVII enfatizan la factura, materias primas y formas de producción de las prendas de vestir del archipiélago. Alonso de Ercilla dedicó unos versos de La Araucana a los atuendos de los habitantes de la zona:
«De manto i floja túnica vestida;
la cabeza cubierta i adornada
con un capelo en punta rematado,
pendiente atrás la punta i derribada
a las ceñidas sienes ajustado,
de fina lana vellón rizada
i el rizo de colores variado,
que lozano i vistoso parecía
señal de ser el clima i tierra fria» (2007 [1589], XXXVI).
Las referencias al manto o poncho de lana que aparecen en los textos del periodo colonial aportan elementos para caracterizar la producción textil de la época. Según el navegante holandés Hendrick Brouwer: «Estos habitantes de Chiloé hacen y tejen los géneros para sus vestidos, y son sobre todo las mujeres las que se ocupan de este trabajo, las que siempre llevan consigo su telar (que se arma fácilmente) para no quedar ociosas» (1892 [1646], 60).
Durante la colonización española, se levantaron obrajes destinados a la producción textil en la isla. Estos eran dirigidos por encomenderos, que organizaban el trabajo indígena ―principalmente de las mujeres― para fabricar telas y atuendos destinados al consumo de los españoles pobres, indígenas y esclavos.
En su descripción del comercio chilote, Fray Pedro González de Agüeros destaca, además de la explotación maderera, varios aspectos del rubro textil: la producción, factura, variedad y circulación de los tejidos, tanto al interior del archipiélago como entre este y Lima (1791, 128-129).
El tejido con fines comerciales ha seguido conviviendo con el de uso cotidiano y familiar: «Nunca han dejado las hilanderas isleñas de fabricarse ellas mismas toda su ropa […]. De más acendrada iniciativa casera son las series de mantas y ponchos, calificadas como las prendas más indispensables en esas latitudes lluviosas» (Biblioteca del Congreso 1948-1971, 214).
Este tipo de fabricación permitió la pervivencia del trabajo de las tejenderas pese al decaimiento de los obrajes a fines del siglo XVIII y el cese de las exportaciones a Lima con la integración de Chiloé a la República de Chile en 1826 (Van Meurs 2014, 78). Además, el oficio textil posibilitó que las mujeres contribuyeran la subsistencia familiar intercambiando prendas por alimentos u otros bienes (Rebolledo 1987, 15).
Las representaciones de esta labor abundan en los registros del siglo XIX. Por ejemplo, en la expedición del H.M.S. Beagle comandada por el capitán Robert Fitz Roy, el dibujante Conrad Martens retrató a mujeres hilando y tejiendo en el quelgo (Van Meurs 2014, 60).
Asimismo, en su paso por la Isla Grande entre 1834 y 1835, Charles Darwin reparó en la actividad textil y sus productos: «Los habitantes usan todos gruesos vestidos de lana, que cada familia teje por sí misma y tiñen de azul mediante índigo. Sin embargo, todas las artes son de lo más rudimentarias» (en 1995, 154). Observaciones similares realizó el comandante inglés Parker King en 1839: «Son manufacturados por mujeres, en un tipo de telar muy rústico, de lana teñida de varios colores con plantas que se encuentran en la isla o que importan con este propósito» (Van Meurs 2014, 77).
El tejido doméstico para satisfacer las necesidades cotidianas se mantuvo en los siglos siguientes. En 1903, el inspector de colonización Alfred Weber señalaba:
«De estos rudimentarios telares salen fuertes e impermeables ponchos de abigarrados colores, las frazadas llenas de caprichosos dibujos, las alfombras, fajas, sabanillas, ponchos, bordillas, alforjas, chamallas y las curiosas gorras sin visera. De allí sale también un género negro y burdo, superior al barragán español, que llaman carro, con que se viste el campesino. La lana se lava, hila y teje en la misma casa» (Museo Regional de Ancud 2007, s.i).
A mediados del siglo XX, la vestimenta mayoritaria en Chiloé seguía siendo la que producían las tejenderas: chal, rebozo, fadellín y pañuelo para las mujeres, y medias de lana, pantalón de carro, medias de lana, chaleco y poncho para los hombres (Museo Regional de Ancud 2007, s.i).
En la década del sesenta, surgió un creciente interés por los tejidos chilotes. A partir del surgimiento de la «moda latinoamericana», las prendas tradicionales de factura local aumentaron su demanda en el mercado. Nelly Alarcón desarrolló una propuesta que conjugaba las creaciones de las tejenderas chilotas con elementos del diseño contemporáneo y difundió sus creaciones en Chile y Europa (Bustamante 2015).
Durante los ochenta, la disponibilidad de tejidos industriales más baratos y rápidos de confeccionar redundó en que las artesanas perdieran espacio en el mercado interno. Esto se vio agravado por la falta de canales adecuados de comercialización, la lejanía de las ferias, el abuso de los intermediarios y la suplantación de su autoría.
Frente al perjuicio de sus ingresos y la desvalorización de su oficio, las tejenderas comenzaron a formar agrupaciones, generar estrategias de venta e implementar iniciativas con diseñadores.